La resignación de las mujeres que dan con un mal hombre
No seré yo quien quite un ápice de valor al trabajo de las mujeres que fueron madres en los años 60 o 70 del siglo pasado, pero lo nuestro no es sencillo. Para nuestras madres, tías y abuelas no casarse –o casarse y no parir– significaba un estigma social general. Era así para todas ellas, salvo que profesasen los votos religiosos. Parir, parieron con dolor. Resultaba impensable hablar con claridad de la planificación familiar y muchas, que no sabían cómo evitar un embarazo tras otro, se cargaron de hijos en estructuras familiares con una escasez económica y cultural aterradoras.
Las que tropezaban con un mal hombre debían resignarse, a las buenas o a las malas, y soportar los malos tratos morales o físicos. Las que sufrían algún abuso sexual preferían guardar silencio e intentar evitar la estigmatización social. Pues bien, nos sacaron adelante y supieron cambiar, casi de un día para otro, para entregarnos las posibilidades y libertades de las que no gozaron ellas.
La mayoría de aquellas mujeres conoció la tristeza de un país que caminó tras la Guerra Civil por un campo yerto, entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes [...] llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza, como el poeta Dámaso Alonso lloró más que escribió en su Hijos de la ira publicado en 1944. Pese a todo, el instinto y la ilusión de vivir se abrió paso y cantaron y rieron –lo que pudieron– en los momentos mágicos de la niñez y juventud. Y después, también a veces, cuando se ponían guapas en esos días que guardan los viejos retratos.
Recuerdo, de niña, que mi madre hablaba de su primera lavadora y se le iluminaban los ojos. Sonaba la radio desde un aparador de la cocina de formica bicolor. La televisión en blanco y negro reinaba en el salón. Recuerdo la caricia del metro de costura cuando la modista me tomaba con pericia las medidas de cintura, cuello, alto, pecho, cadera o muslos.
El país se ha transformado, y creo que el oficio de hijo o hija hoy es más difícil que el que nos tocó a nosotros, pero la maternidad continúa siendo una labor extrema. Quien tiene trabajo remunerado fuera del hogar debe matarse a trabajar. Las grandes ciudades no están hechas a la medida de las personas, no al menos para quien no tiene una estructura de renta poderosa y vive ocioso, y las madres van, multiplicándose, ajadas, los días de labor, por el puro agotamiento.
Los tiempos marcan la obligación de planificar el curriculum desde que el bebé nace para que sea creativo como Mozart, sepa idiomas y no se cuelgue de las redes sociales, evite el sexting y pueda realizarse en actividades artísticas, deportivas, musicales a las que las madres han de ir acarreando a los cachorros y cachorras de la camada, en un trae-lleva que es un sinvivir.
Hacia el final de cada curso, hacemos de entrenadoras personales de las criaturas durante los sábados y domingos y organizamos trajes para las actividades extraescolares. Abandonaremos la reunión más importante para no dejar de asistir a los festivales en los que los niños y niñas se nos han diversificado. Una madre gestora de nuestros tiempos puede avanzar como una sonámbula, o frenética, mirando sin ver en todo caso, con ojeras violáceas, pero, ¡ay!, no hay tregua. El verano se presenta cada vez peor auspiciado. Es que, ahora con lo que cae, toca complementar el curriculum de las criaturas. ¡Socorro!
"Los tiempos marcan la obligación de planificar el curriculum desde que el bebé nace para que sea creativo como Mozart, sepa idiomas y no se cuelgue de las redes sociales."
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