Hasta el reloj parado da la hora dos veces al día
Después de más de un mes largo de precipitaciones torrenciales, el sevillano, que no es precisamente un ser anfibio, sino alguien de secano a pesar de haber nacido en el lecho de un antiguo cauce fluvial, está hastiado de mirar al cielo y encontrarlo gris.
Todos sabemos que los tópicos mienten diciendo una parte de verdad. Al fin y al cabo son fórmulas retóricas gastadas que aplicamos ante una realidad previsible. Igual que este célebre pareado, con vocación de ripio, que exalta a la ciudad costumbrista bajo el diluvio, Sevilla asumió hace tiempo sin discutir otro lugar común: «Vivimos del turismo». Ya no. O, quizás, sólo a medias.
Es cierto que esta industria sirve de sustento a una parte de la ciudad, pero a otro buen número de sevillanos le resulta absolutamente neutra e inútil, salvo para despertar ese ridículo sentimiento de orgullo patrio que sentimos cuando viajamos -nunca nos parecerá demasiado- al exterior. La ciudad, sin embargo, confía toda su imagen pública a esta estampa que aspira a encarnar una cierta noción de tradición -más vehemente que real- sobre el marco de un territorio vagamente exótico. Un perfil más finisecular que contemporáneo.
Este año, en contra de lo que es habitual, los datos del desempleo en Sevilla no han experimentado ninguna mejoría como consecuencia del celebérrimo efecto de la primavera hispalense, esa obsesión de los poetas malos y de los políticos sin ideas que insisten en vincular nuestro presente -futuro parece que no tenemos- con los rituales del calendario gregoriano. Cosa lógica.
Cuando uno entrega toda su potencialidad como sociedad a un hecho efímero y frágil que reproduce sin descanso una identidad gastada lo más probable es que la realidad, caprichosa por definición, termine dándonos un disgusto. Es lo que ha sucedido.
El verdadero quebranto de esta Semana Santa no fue que no salieran a la calle las corporaciones seculares para dar público testimonio de su penitencia -siempre insuficiente-, sino que este ritual en el que algunos sitúan el alfa y omega de la ciudad ya no es paliativo alguno frente a la sangría del paro. Las estadísticas no se mueven: 91.000 sevillanos continúan sin empleo en la capital y la provincia suma 264.043 parados, 86.000 de ellos sin ningún ingreso regular.
Evidentemente, como los milagros no existen, inútil es esperarlos. Las procesiones no tienen el poder de sacar a nadie del Inem. No es su función. Tampoco debemos pasar por alto un hecho indiscutible: por salir de nazareno se paga, no se cobra; es un gasto, no una inversión. La lluvia ha vuelto a dislocar este año el ceremonial sagrado de los cofrades, eminentemente profano, pero también ha desdibujado la peregrina teoría sobre la indudable importancia que en términos económicos tiene la explotación comercial y turística de la usual estampa hispalense.
Un mentís de la realidad que, al menos en ámbitos municipales, debería hacer cambiar el disco que sigue vinculando la riqueza de Sevilla y su evanescente porvenir con las fiestas de abril, que ya no son fiestas ni, dado como está el cielo, tienen el perfil de los cuadros folclóricos, con farolillos soleados sobre un fondo azul.
El panorama camina hacia el negro de forma sostenida. Sólo hay que abrir los ojos para darse cuenta. Existe, no obstante, quien no lo hace: el secretario general del PP en la provincia, Eloy Carmona, dijo hace unos días que el descenso del paro es una «noticia histórica» fruto de las reformas de Rajoy. Es una manera de verlo. Que sea cierto se antoja difícil: para que lo fuera Sevilla debería limitarse a 309 personas. Aquí, ya lo sabemos, somos provincianos, pero tal reduccionismo sólo puede ser efecto de un bachillerato imperfecto.
El PP dice que el problema del desempleo se solucionaría si la Junta de Andalucía abona el dinero de las políticas activas de empleo. Lleva lustros haciéndolo y todo ha ido a peor. Las ayudas a la formación, estériles, han permitido hacerse ricos a los mismos durante años mientras otros siguen atados al desempleo.
El Gobierno autonómico se hace el autista al responsabilizar únicamente de la situación a los ajustes. Los treinta años de gobierno socialista, al parecer, no han existido ni tienen nada que ver con la lamentable situación social de Andalucía. Bonita fábula. El verdadero cuento, en realidad, es de un terror tan gótico y depurado como las gárgolas de la Catedral Metropolitana. Plano general: una lluvia sostenida que no cesa, un cielo donde no parece que vaya a escampar nunca e interlocutores políticos que repiten, como ancestrales sacerdotes semíticos, los argumentarios de sus jefes de propaganda.
Ni siquiera podemos recurrir ya al consuelo del viejo dicho que nos contaban de niños, aquel falso relato pintoresco cuya supuesta gracia consistía en enaltecer cualquier cosa que sucediera en Sevilla. León Felipe escribió en un hermoso poema que desde la cuna a la tumba a los hombres nos duermen con cuentos. En Sevilla el cuento siempre ha sido el mismo: una ciudad bella incluso bajo un aguacero austral. Seguimos sin despertar y abrazados a una estampa. Nuestro reloj, definitivamente, está parado.
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