El lenguaje secreto de los trajes de gitana

La seducción del baile por sevillanas roba la atención. Y los trajes de gitana, giróvagos: no se sabe si las mujeres que los lucen van vestidas de niñas o éstas de mujeres, y los lunares de sus estampados son guiños, puntos suspensivos, sugerentes promesas. Un decirlo todo y nada sin palabras, con gestos. 

Las curvas que se embuten en los trajes de flamenca son signos de interrogación, y en el taconeo se oye el morse de mensajes cifrados, ante los que el que más bragado naufraga. SOS: salvad nuestras almas. Hay dijes en las manos que caracolean en alto, ofreciendo entregar todas las delicias celestes. Luego, cesa la música y donde dije digo, digo Diego. Ese mirar no era entrega, sino coqueteo. Coreografía.

Scarborough Fair. Por la tarde, echarse a las calles comerciales del centro es ver a centenares de extranjeros (muchas más mujeres que hombres, dónde se meterán ellos) celebrando a su modo la Feria en las poquísimas tiendas que permanecen abiertas. Para compensar el cierre universal de las trescientas mil marcas de Amancio Ortega, unos almacenes británicos de la calle Tetuán y otros cortados por el mismo patrón inglés en la Plaza del Duque están muy ambientados. Busca uno a la encumbrada Pippa Middleton, pero ésta es muy de Inditex y se ha quedado en casa. Más que la Feria de Sevilla, estas carnes blancas a lo que recuerdan es -canción melosa de Simón y Garfunkel (aquí siempre se ha dicho así el apellido del primero)- a Scarborugh Fair con su letra de herbolario.

Un marciano. A finales del XIX, la Feria estuvo a punto de trasladarse a lo que se conocía como Campo de Marte, allá por la Plaza de Armas, y hace dos décadas un poeta inglés publicó un libro que marcó época: Un marciano manda una postal a casa. Estos días se envían muchas postales a los diferentes planetas de la galaxia, y desde todos los artilugios posibles, sobre este extraño campamento terrícola en el que el agua no es necesaria para la vida. Catálogo de estupores y de asombros.

Otros sones. Da gusto recorrer al anochecer el casco antiguo: sin apenas coches, vacías las aceras, con sitio en ese bar siempre atestado por cuya puerta pasamos de largo el resto del año. No todo es ritmo de sevillanas ni cascabeleo de enganches. En la Avenida de la Constitución, el violinista venezolano vuelve a tocar con otros intérpretes de la antigua URSS. La música amansa las ferias. Ante ellos, una danzarina que aprovechando las notas hace acrobacias con el fuego. Es la atávica fascinación que sentimos por él desde las cavernas (no todo son casetas). Imagen de poderosos contrastes: sacando pecho pasa el modernísimo tranvía, que ha pegado un estirón y está más esbelto y espigado. También desgrana melodías ante el pasaje del Aero (de nuevo su sede permanente, no la caseta) el xilofonista rumano. En San Lorenzo, cantan mejor que de costumbre -con más serenidad- los vencejos.

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