La que lo jodió todo fue la Corinna
Pero para altura de miras, la de Fernando. Eran las 8.00 horas de la mañana frente al Congreso de los Diputados, y ahí estaba el hombre. Ahíto de orgullo y satisfacción. Encaramado a la valla del parking subterráneo de Las Cortes. Jugándose el pescuezo a sus 74 años, pero con el sitio ganado para la mejor foto. Como si fuera una adolescente y de un concierto de Miley Cyrus se tratara. Y susurrándole el muy pillín a su esposa, cuando aparecía por allí este redactor: "La que lo jodió todo fue la Corinna. Eso lo reventó a Juan Carlos".
A la espalda de Fernando –llegado a Madrid desde Córdoba "hace 46 años", pero aún depositario de ese caletre tan andaluz–, ninguna broma: unos seis metros de caída libre, la entrada del aparcamiento. Pero enfrente, emergiendo de entre el gentío, la fachada del Congreso. El lugar que debía enmarcar una estampa de época. El palacio del que debía salir, ya investido, Felipe VI.
Así, el broncódromo habitual de las protestas de los últimos años –la plaza de Neptuno, la Carrera de San Jerónimo y el arranque del paseo del Prado– se convirtió ayer, como por ensalmo, al puro monarquismo.
En vez de rodear el Congreso, se trató de abrazar, casi acariciar, a la Monarquía constitucional. Donde suelen ondear banderas republicanas (o bien rojas con estrellas), por espacio de unas horas no quedó resquicio sin tatuaje rojigualda.
Hasta se sustituyeron los anuncios comerciales de las marquesinas por enseñas de España, y por si quedaran dudas, para llenar huecos entre los banderines de la revista Hola! (?) y los efusivos pósters de un diario fervientemente monárquico, el Ayuntamiento de Madrid costeó (los contribuyentes pagaron) miles de pequeñas banderas rojigualda din A4.
Piensen ustedes, por ejemplo, en Esther, una madrileña de "cuarentaytantos" años (no quería confesar) que se presentó en el lugar con una corona de plástico sobre la testuz, tiznada la cara con los colores debidos. "He venido de reina suplente, por si hace falta echar una mano", contaba a las televisiones, que se hincharon con ella. ¿Es que no ve con empaque a Letizia? "¡Hombre, por supuesto! Ella es muy sencilla. ¿Las Infantas? Mejor no comentar".
Entre el gentío, que no llenó los aledaños de Neptuno ni por asomo (la celebración de Liga del Atlético fue mucho más multitudinaria, por ejemplo), lo más parecido a una bandera republicana era lo que llevaba Juan, de 56 años: una enseña rojigualda de las graciosamente distribuidas por Ana Botella se fusionaba en su pecho con el morado del polo, dándole un aspecto muy 1931: "Coño, es verdad, no me había dado cuenta", decía. "Vi la proclamación de Juan Carlos I, y también la muerte de Franco. Es historia viva".
La excitación, una excitación leal y de orden, digamos, imperaba ante el Congreso. La multitud prorrumpía de improviso en hurras al Rey, a la Guardia Civil y a otras instituciones del Estado. Los gritos se mezclaban, a la entrada del hotel Palace, con las quejas de un grupo de ciudadanos a quienes los operarios del tenderete de RTVE tapaban la vista sobre el Congreso. Ahí, los "¡vi-va-el-rey!" se mezclaba con "fue-ra-de-ahí".
Alrededor de Fernando, el señor del principio, decenas de entusiastas habían colonizado los bordes de la valla del aparcamiento, jugándose el tipo. Y, por supuesto, los turistas. Por ejemplo, una familia rumana de aire atildado y perfecto inglés americano: "¿Dónde es el mejor lugar para verlo? En Rumanía no tenemos rey, esto es muy interesante", comentaban.
Apenas horas después del bofetón de Maracaná, pocas camisetas de La Roja entre el populacho, y una de ellas con un incierto "Raúl" a la espalda. Y no sólo frikismo monárquico, también sesudo análisis: "Si es que es muy preocupante", le decía Cecilio, funcionario de 71 años, a su primo, allí presentes los dos. ¿Qué es lo preocupante? "El reto catalán, el reto vasco... Los jóvenes, que quieren cambio, pero ¿qué cambio?".
Algún periodista quiso recabar el punto de vista de los homeless que duermen habitualmente en el paseo del Prado, pero fue imposible: se les había invitado amablemente a ahuecar el ala por motivos de seguridad.
Y de golpe, tras la Guardia Real, una estampa paradójicamente irreal: el nuevo Rey flotando entre el gentío, saludando con gesto borbón desde su Rolls Royce. Y el paroxismo, y los vivas casi futbolísticos –"¡Con dos cojones!"–, y los ánimos a lo Rafa Nadal: "¡Vamos, Felipe!".
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