Lady Gaga es una compradora compulsiva
Lady Gaga y Catherine Middleton no tienen en principio nada en común, salvo su época... y Alexander McQueen. Y eso es decir mucho, porque precisamente su época coincide con un momento emocionalmente exhibicionista, el final de esta primera década del nuevo siglo, convulso en modas y en credos, amante de revisionismos estéticos y políticos, casi fanático (adiós, vete al infierno, terrible Bin Laden, por otra parte con un look tan convincente, mitad guerrillero y mitad santo) que en asuntos de imagen da prioridad absoluta a lo teatral.

¿Qué podrían tener en común el cortísimo vestido de novia negro de cola de pavo real que Lady Gaga lució en el funeral de McQueen en la Iglesia de Saint Paul, firmado por él, y el victoriano y sin embargo ligero, hasta práctico y muy favorecedor vestido de falda en flor abriéndose que acabamos de ver en Westminster? A primera vista, su poder descriptivo: la extravagancia morbosa de la cantante por un lado, el pragmatismo sexy de la burguesa aupada por otro. Una es lady oscura porque le da la gana; la otra es princesa luminosa porque le dio la gana a su ambiciosa madre.
McQueen se ha caracterizado siempre por un nada superficial conocimiento de lo que se podría llamar La Historia del Traje, y por saber trazar un flexible arco que ampara en un mismo modelo el valor de las siluetas históricas con todos sus ricos oficios y la audacia de volúmenes que vuelan y brillan propios de la revolución tecnológica. Así, sólo él y sus herederos han contribuido a labrar la fama de una loca y a perfilar el carácter independiente de una futura reina. ¡Larga vida a McQueen!
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