Una musa que se apellida Mussolini
Alessandra está enojada. Y cuando está enojada le sale un pronto de mala baba a lo Sofía Loren y un rictus de prepotencia a lo Benito Mussolini, que por algo los lleva en la sangre. En esos casos, lo mejor es dejarla sola. Pero ayer no le quedaba más remedio que dar la cara. Se lo pedían a gritos los quinientos nostálgicos -no más- que estaban tan indignados como ella porque el Ayuntamiento no les había permitido festejar el 70º aniversario de la «Marcha sobre Roma» donde ellos querían. A saber: en el muy noble Salón de Barones de la vieja fortaleza del Puerto, un lugar «sagrado» del Nápoles medieval.
Cenados los portones a cal y canto, con todo un ejército de «carabinieri» blandiendo casco y porra, las escuálidas hordas neofascistas se resignaron a celebrar la fiesta en el patio. Había mucho señor con señora por encima de los cincuenta, y un general de la reserva con todos los galones a cuestas, y también mucho niñato con pelo engominado, camisa negra y pendiente en la oreja, una «tifosería» enardecida que ya tiene a quién dedicar el himno que no hace mucho le cantaba a Diego Armando Maradona: «Alessandra, eh, Alessandra, oh». Y Alessandra, con esa cara de quien no acaba de creérselo, su cuerpo menudo embutido en un traje de azafata gris que no se quita ni para dormir, arrastrada siempre como un títere por esa cohorte de señores muy puestos del Movimiento Social Italiano que la anima como si fuera un diamante en bruto. «¡Alessandra, eres la única cosa bella que nos dejó tu abuelo!», le han dicho más de una vez por la calle.
Ayer no. Ayer alababan cualquier cualidad menos su insultante belleza. ¡Alessandra, libéranos de esta plaga!», le suplicaban. La nieta del «Duce» habla por fin. Habla con esos labios rojos como tomates, con esos ojos descomunales que siempre se empañan cuando llega el momento de pronunciar las palabras mágicas: «Mio nonno Benito...» (Mi abuelo Benito). «¡Duce, duce, duce!», proclama la multitud, todo un bosque de brazos en alto que pide más y más carnaza. «¡Así se hace!», les anima Alessandra a través de un altavoz afónico. «Sólo nosotros podemos levantar los brazos con orgullo y sin miedo; ellos no pueden porque tienen todos las manos sucias». «¡Duce, duce, duce!». Y de nuevo Alessandra: «Nos tienen miedo, sí.
Tienen miedo de nuestros brazos alzados y no de los puños en alto, que sabe Dios lo que esconden todavía». La «musa» Mussolini se va y se va de la lengua, pero su brazo derecho sigue en su sitio, firme como una estaca. Le pasa un poco lo que a algún que otro socialista, que se ruboriza cuando llega la hora de levantar el puño. Lo de Alessandra es, sin duda, el arte de cómo alzar el brazo sin que se note demasiado (los fotógrafos tienen que llorarle para que lo vuelva a hacer y poder captar la instantánea). «Estoy indignada, camaradas» -menos mal que lo admite-. «Y estoy indignada porque no me han dejado celebrar como es debido el aniversario de mi marcha nupcial, que es también el aniversario de la marcha de mi abuelo sobre Roma. Si otros festejan el 25 de abril, yo quiero celebrar mi 28 de octubre ¡tengo derecho y nadie me lo va a impedir!».
Ya estamos en la escena clave, Alessandra enojada con esas ínfulas tan de Sofía Loren -su tía-, tan de Benito Mussolini... «¡Devolvamos a Italia el esplendor que tuvo en un tiempo! ¡Iluminemos Italia con el pensamiento revolucionario de mi abuelo!». Y entonces llega la apoteosis nacionalista, una decena de banderas mal contadas ondeando al viento. Va siendo hora de decir adiós: hay que desalojar el castillo y la policía empieza a inquietarse. Pero antes, un pequeño recordatorio para el senador Umberto Bossi, el líder de la separatista Liga Norte, que ha amenazado con una nueva marcha «a lo Mussolini» sobre la corrupta Roma. «¡Bossi, eres un hijo de puta!», corea la pequeña multitud.
Comentarios
Publicar un comentario