Amy Winehouse voz prodigiosa en un cuerpo complicado

El malditismo, esa afición morbosa por los genios que derrochan talento y al mismo tiempo arrastran una existencia vapuleada por la vida, es algo asociado a la música popular. 

Drogadicciones, inestabilidad mental, tendencias autodestructivas, violencia, amoralidades... La lista de placeres prohibidos que supuestamente engrandecían la dimensión musical de un artista era larga y bien conocida por los gourmets. Sin embargo, el malditismo era precisamente eso, una cosa de gourmets. 

Uno podía disfrutar con las canciones de Billie Holiday y, al mismo tiempo, paladear lo azaroso de su vida, incomprendida para la mayoría de la masa ignorante. Sin embargo, todo ha cambiado con la generación de Amy Winehouse. El capitalismo ha fagocitado la afición por los malditos, y las vidas descarriadas se venden al gran público, abuelas y niños incluidos, como un valor en alza.

Ayer, por ejemplo, la actuación de Amy Winehouse en el Rock in Rio congregó a un nutrido grupo de espectadores. Pero parecía que lo principal no era dejarse traspasar por su increíble voz de negra, ni mover el cuerpo con sus pegajosísimas canciones. Sino estar atento a lo que hacía el personaje. Para empezar, la comidilla antes del concierto era si realmente Amy iba a pisar el escenario de Arganda del Rey: que si su avión aterrizaba a las 20.00 horas; que no, que lo había perdido; que no podía salir de su país por arresto domiciliario... 

Pero dieron las 21.00 horas de la tarde -sin duda alguna, una hora intempestiva, por lo tempranera- y sobre el escenario apareció la banda de acompañamiento de la cantante inglesa, con un grupo de aguerridos bailarines coristas negros en primera fila y una potente sección de vientos para soplarle al oído a la cantante politoxicómana. 

Introducción por todo lo alto, ovación y la Winehouse que sale al escenario. Máxima expectación y escaner visual de rigor, de arriba a abajo.

Arriba, su característico peinado. Si las leyendas urbanas decían que en el pelo de Bob Marley había nueve especies distintas de piojos, en el de Amy podrían morar dos de pájaros, acaso una linda pareja de petirrojos bajo el broche dedicado a Blake, su marido encarcelado.

Luego la mirada, atrapada por su gruesa línea de lápiz de ojos, no excesivamente opaca ni vidriosa. Más abajo la boca, bamboleante entre sospechosos movimientos de mandíbula. Tatuajes, pechos realzados por wonderbra, vestido corto que unas manos tiran hacia arriba de vez en cuando y zapatos de tacón de aguja. Movimientos desacompasados -ora carreritas, ora bamboleos de brazos- que hacen sospechar de una posible tragedia.

Y, de repente, copazo que Amy sube del suelo para pegarle un largo lingotazo. Entonces, el delirio. Aplausos. Vivas. Ya sólo falta que se caiga al suelo para que aquello sea como se esperaba. Abre la boca y canta Addicted, la pista extra de su aclamado álbum Back to black. 

Sonido tirando a malo. Pero la voz apunta bien. Luego, Just friends. Y la voz de Amy se desata como lo que es: un huracán negro, a veces un poco vago, a veces juguetón, que flota encima de unas irresistibles bases soul y reggae, algo menos preciosistas y arregladas que las que aparecen en los discos.

Nuevo lingotazo y el público que lo disfruta, mucho más que cualquier evolución vocal de la cantante. Tears dry on their own y el concierto se lanza definitivamente. «¿No canta demasiado bien?», se pregunta alguien por ahí. Parece, pues, que la actuación de Amy no va a ser gemela de la edición lisboeta del Rock en Río.

A la cuarta canción llega el saludo y el cambio de zapatos, con nueva ovación por la ocurrencia y la espontaneidad. Se calza unas bailarinas y una guitarra con su nombre tatuado en el mástil. Lo acaricia varias veces y ataca Cupid -una versión de la canción de Sam Cooke en forma de cara B de Back to black-, que deja frío al público.

 Sigue la canción que da título al álbum -sobre el papel, una historia de desamor, aunque Amy dijo en una entrevista que la compuso después de que su ex compañera de piso le robase el último porro que le quedaba- y Amy empieza a hacer diabluras con su voz. Sube, sube y sube y la canción acaba apuntando hacia arriba, igual que Wake up alone.

Love is a losing game marca el instante de ponerse tiernos: Amy abraza a sus bailarines coristas. Y llega el momento de los estándares clásicos: Hey little rich girl y una deliciosa A message to you, Rudy, de los Specials, con Amy nuevamente a la guitarra.

Quedan para el final los petardazos algo acelerados de You know I'm no good, Rehab y Me and Mr. Jones, tocados a toda pastilla para completar una actuación de 45 minutos. Despedida con vientos y Amy que se va trotando con sus bailarinas, quién sabe dónde y a qué.

Por lo demás, este segundo fin de semana del Rock en Río arrancó menos familiar que el anterior. El inicio de las vacaciones y el aura tóxica de la chica de la Casa del Vino previnieron a los padres de llevar a los hijos a según qué espectáculos de según qué tipo.

Así pues, había mucho más macarreo en el ambiente, con asistentes visiblemente puestos, gentes disfrazadas y demás parafernalia. Los atascos a la salida de la carretera de Valencia y la mala organización en la distribución de público en los autobuses hicieron también que alguno se perdiese la actuación de Winehouse. 

Y los que madrugaron, pues sufrieron la clásica torrefacción de los conciertos de la tarde, por mucho que Los Delinqüentes -grasejo gaditano en estado puro-, Stereophonics -postureo con camiseta del CBGB- y Orishas intentasen refrescar el ambiente.

Por otra parte, Jamiroquai ejerció de discotequero funky y colgó una gigantesca bola de espejos imaginaria (tan oxidadada como efectiva,hay que reconocerlo) con temas como «Allright» y un apoteósico «Deeper underground». La plebe flipaba y los asistentes a los exclusivos stands d los patrocinadores se dejaban agasajar por la barra libre.

«Te lo dije, soy problemática. Sabes que no soy buena», canta Amy Winehouse en You Know I'm No Good, uno de los cortes de Back to black, el disco que abrió (y puede que cierre) su carrera estelar.

Amy Winehouse nació en 1983 en un suburbio de Londres dentro de una familia judía aficionada al jazz. Desde los 13 años estuvo bregándose en clubs de jazz y salas de conciertos, hasta que fue descubierta por la industria. Con 20 años recién cumplidos publicó su primer disco, Frank, en el que, además de cantar, coescribió las canciones. El álbum, un nostálgico recorrido por la música negra de décadas pasadas, cosechó un éxito notable en el Reino Unido. 

Por ello, la casa de discos Universal empezó a volcarse en ella como apuesta frente al poder de las cantantes negras americanas.

Sin embargo, desde tan tierna edad empezó a demostrar su afición por la mala vida. El entramado creado en torno a ella se asustó y decidió mandarla a rehabilitación. De la negativa de Winehouse nació Rehab, la canción que encendería la mecha de Back to Black. En este segundo lanzamiento discográfico, publicado en las Islas Británicas en 2006 y un año después en el resto del mundo, el círculo alrededor de Winehouse cambió la táctica, dedicándose a promocionar sus excesos como imagen de marca.

La jugada salió bien y el álbum ha vendido cerca de dos millones de copias en todo el mundo. Sin embargo, el éxito ha ido acompañado de continuas presencias en los tabloides por el encarcelamiento de su marido, adicciones, puñetazos en conciertos y demás historias.

¿Qué es lo primero que hace una cantante de blues cuando se levanta?, se preguntaba el humorista Pablo Carbonell en una de sus canciones. Pues vestirse... y marcharse a su casa. El chiste (malo)sirve para representar el estereotipo de cantante de vida tumultuosa y un poco autodestructiva que ha encontrado su última encarnación en Amy Winehouse. Pero antes que ella estuvieron otras, que marcaron la senda de las malditas.

Tal vez fuese Billie Holiday la primera gran estrella en probar el amargo regusto que deja el éxito en las cantantes malditas. Eleanora Fagan Gough, que era su verdadero nombre, nació en Philadelphia en 1915, en medio de un entorno problemático. 

En su adolescencia se mezclan historias de violaciones, consumo de marihuana, alcoholismo, y prostitución, entre otras cosas. Ni siquiera el ascenso a la fama por sus prodigiosas capacidades interpretativas le sirvió para librarse de ese afán autodestructivo. La aguja empapada en heroína -fue una de las pioneras en esta adicción- fue como la puntilla que acabó con su carrera. Para entonces ya se había convertido en Lady Day, y su leyenda la precedía. 

Sin embargo -los riesgos de ser pionero- le tocó vivir en una época en la que la adicción a las drogas era ilegal, así que fue condenada a arresto domiciliario y murió con el hígado destrozado y en la indigencia. Lou Reed inmortalizó su vida en la canción Lady Day.

Algo del espíritu de Holiday se reencarnó en Janis Joplin. Blanca con voz de negra, Joplin abanderó la revolución psicodélica del verano del amor con una energía desbordante sobre el escenario. Sus versiones de clásicos de blues y soul como Piece of my heart. Sin embargo, detrás del escenario Joplin vencía sus inseguridades con grandes dosis de alcohol y drogas. En 1970, en medio de la grabación de su disco, murió de una sobredosis de heroína. Un mes antes falleció Jimi Hendrix y nueve meses después lo hizo Jim Morrison.

También Marianne Faithfull caminó por el alambre de la aguja. De ser groupie de los Rolling Stones (fue amante de Mick Jagger y Keith Richards, interpretó con ellos As tears go by y coescribió la letra de Sister morphine) pasó a engrosar las listas del programa de reinserción de heroinómanos. Sufrió varias sobredosis, durmió en la calle, abandonó una hija, pero sigue aquí para contarlo.

Pero la lista es aún más larga: Nico (la primera cantante de la Velvet Underground), la viudísima Courtney Love... ¿Amy?

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