Peter Pan se casa con Wendy

Circulan por ahí algunos libros cuyos autores han tenido la original - y, para mí, feliz - idea de darles un vuelco total a los finales de los cuentos infantiles más tradicionales y conocidos... Te partes de risa, se lo aseguro... Imaginen, por ejemplo -como algunos de esos escritores han ideado- que Caperucita Roja lleva en la cestita, en lugar de miel para su abuelita, una navaja albaceteña de dimensiones considerables; y que, lejos de dejarse amilanar por los afilados colmillos del lobo, saca su genio de mil demonios y, de una certera puñalada, deja a la fiera más seca que un campo castellano en pleno mes de agosto... 

Imaginen que a Blancanieves no la salvan ni el príncipe, ni los siete enanitos, ni la paz ni la caridad: ¡vamos!, que casca para toda la eternidad envenenada por la manzana de la bruja; y todo porque Blancanieves es tan imbécil que hinca el diente en la fruta que le ofrece una tía con aspecto más que asqueroso... Imaginen que Peter Pan se deja de rollos de niños perdidos y de manías de no crecer y, felizmente casado con Wendy, se convierte en un ejecutivo agresivo de la City londinense, en un broker de armas tomar.

Personalmente, el cuento al que más me apetece y mola darle la vuelta como un calcetín es al de la lechera... Yo lo dejaría más o menos así: «Érase una vez una lechera tirando a pesimista y con ramalazos de ceniza... Se encaminaba, con su cántara de leche haciendo peligrosos equilibrios sobre su cabeza, hacia el mercado del pueblo más cercano a su granja... Y estos eran sus pensamientos: 'Voy a tropezar con un pedrusco porque soy la moza más torpe del villorrio... Se me va a caer la cántara de la cabeza porque, simple y boba de mí, no se me ha ocurrido cargarla en la carretilla de mi señor padre y, así, llevarla segurita hasta el mercado... Como la leche se derramará, no tendré ni un céntimo para darme mechas en la peluquería del pueblo, estaré más fea que Picio y mi novio me plantará... Y, entonces, me agarraré una depresión de toma pan y moja y seré desgraciada toda mi vida'... Eso iba pensando la lechera... 

Pero hete aquí que no hubo pedruscos en su camino, que la cántara se mantuvo incólume sobre su cabeza, que la leche llegó sana y salva hasta el mercado justo la semana en el que su precio había pegado un subidón; con el dinero ganado, la lechera se compró un gallo y una gallina y, así, puso los cimientos de una granja avícola floreciente y rentable... Y aún le sobró dinero para darse mechas en la peluquería y su novio, al verla hecha un bellezón, le propuso matrimonio de inmediato. Y se casaron. Y fueron felices. Y comieron perdices. Y, colorín, colorado, este cuento se ha acabado».

¿Qué por qué se me ocurren estas tontunas?... Pues porque vengo observando que, cuando el ambiente profesional y laboral se carga de pesimismo, amenaza tormenta e impera la incertidumbre, hay algunos, cierta gente, que, en lugar de sumirse en un letargo semi-desesperado, se lanzan como flechas por el camino de la impaciencia... O sea: quieren certezas, seguridad, garantías a toda costa; o, incluso, quieren que, como a la lechera, la cántara de «lo peor que me puede pasar» se estrelle ¡¡¡¡ya!!!! y cesen la angustia y el terror.

Al modo de los yuppies, insisto, esas gentes lo quieren todo -toda la catástrofe, si es lo que tiene que venir- ¡ahora!, ¡¡inmediatamente!!, ¡¡¡en este mismísimo momento!!! Están deseando, en el colmo de la desesperación, que todas las puertas se cierren de una vez con un «¡clac, clac, clac!» sin vuelta atrás, como en esas películas de prisiones en las que introducen al detenido en su celda para cumplir cadena perpetua... ¡Y no, hombre, no!: la esperanza -una virtud imprescindible en la vida, incluida la vida laboral-, además de ser «lo último que se pierde», como reza el tópico, se elabora con dos ingredientes esenciales: de una parte, la paciencia, la confianza serena en que las cosas -aún las peores cosas- pueden cambiar y cambian; y, de otra, la seguridad en uno mismo: la certeza de que, como trabajadores, como profesionales, somos unas/unos lecheras/lecheros capaces de mantener en perfecto equilibrio sobre nuestra cabeza la cántara en la que llevamos nuestro futuro...

Cierto que las tentaciones de dejarse llevar por la desesperanza -incluso por la desesperación-, por la impaciencia y por el pesimismo sobre nuestra capacidad para abrirnos camino en el trabajo son, en ocasiones, fortísimas... Pero, cuando lleguen esos momentos de agobio, cuando el suelo laboral tiemble bajo nuestros pies, amarrémonos al mástil de lo que somos, sabemos, valemos y estamos dispuestos a hacer... Amarrémonos al mástil como Ulises hizo para resistir el canto de las sirenas agoreras que lo hubiera llevado a la perdición... Y, si es necesario, hasta podemos cantarnos bajito a nosotros mismos aquel optimista bolerazo que dice: «Espera un poco, un poquito más»...

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