Alan Turing el matemático maricón incomprendido

La purpurina, las lentejuelas y las plumas volvieron ayer a las calles para celebrar el Orgullo Gay y recordar un pasado sin derechos. La movida lúdica propone como icono a Mónica Naranjo y olvida a los homosexuales con cerebro como Alan Turing, que nació hace ahora 100 años y fue un genio absoluto y un mártir de su condición sexual. Le gustaban las matemáticas y ésa fue su gloria, también le gustaban los hombres y ésa fue su tumba.

Hay vidas cortas que parecen largas, como la de Alan Turing, el padre de la inteligencia artificial y de los ordenadores. El Homo sapiens aparece hace 4.100 generaciones, pero sólo inventó la escritura hace 280; la imprenta nació hace 22 generaciones y hace tan sólo 76 años, tres generaciones, Turing sentó las bases teóricas de un cerebro electrónico capaz de ejecutar todas las operaciones matemáticas. Fue, además, espía y héroe de la II Guerra Mundial. Pero en vez de con medallas y monumentos, le pagaron con el escarnio.

Solitario y atleta, cuando tenía 14 años una huelga general no le impidió llegar a su escuela de Sherborne: pedaleó en su bicicleta casi 100 km. Su mente prodigiosa ya comprendía las visiones de Einstein y su corazón adolescente conoció las penas de amor: Christopher Morcom, su único amigo en Sherborne y a quien secretamente amaba, murió de tuberculosis bovina. Turing, destrozado, renegó de Dios y se convenció de que todos los fenómenos, incluyendo el funcionamiento del cerebro, tenían una base material.

Tenía un don y conoció la gloria a los 24 años, en 1936, cuando publicó su promisorio estudio Acerca de los Números Computables, que definía qué era lo computable y qué no; o sea, que sentaba las bases teóricas de un cerebro electrónico. De hecho, incluyó una descripción de redes neuronales artificiales que aún es útil para estudiar células cerebrales y prefiguró la inteligencia artificial usada en robots, videojuegos o aparatos como el iPhone. Tras su investigación latía el sueño de revivir, bajo la forma de un programa computacional, el alma de Morcom y ponerla en otro cuerpo: un software en otro hardware. Su Máquina Universal de Turing, un dispositivo hipotético que podría realizar cualquier tipo de operaciones matemáticas, incorporó el concepto de algoritmo, el conjunto de instrucciones definidas, ordenadas y finitas que permite realizar una actividad y que es la base del funcionamiento de los ordenadores actuales, que nos sirven para procesar textos, navegar en la web, rejuvenecer con el Photoshop o hacer cálculos.

Los servicios de Inteligencia británicos lo reclutaron para el equipo de matemáticos que, en la base secreta de Bletchley Park, andaban descifrando los códigos de los nazis. Casi en solitario, logró descubrir los misterios de la fabulosa máquina Enigma, la encriptadora de Hitler, y los aliados pudieron anticipar los movimientos militares enemigos. Al romper las cifras del ejército alemán, acortaron la guerra y se salvaron millones de vidas. No sólo eso: creó la Bombe, un aparato portátil que permitía hablar de forma segura con un interlocutor, a salvo de las eventuales interferencias de un espía.

Como casi todos los genios, Turing tenía sus extravagancias, como la cautela de encadenar al radiador su taza de café para que no se la robaran, llevar el pijama debajo del abrigo, no leer periódicos, caminar con una máscara antigás para prevenir la alergia al polen o abrazarse a un peluche en los momentos bajos. Su película favorita era Blancanieves y los siete enanitos, pero su mayor pasión desde niño eran los números y los puzzles.

En 1944, mientras servía en Bletchley Park, un colega le preguntó sobre su proyecto más ambicioso. «Quiero construir un cerebro», contestó. Cuatro años después fue nombrado director del laboratorio de computación de la Universidad de Manchester. Allí creó la Máquina Experimental a Pequeña Escala (SSEM) y allí trabajó en el desarrollo del lenguaje de programación de la Manchester Mark I, la primera computadora que operaba con instrucciones programadas en su memoria. La llamaban Bebé y prologaba una revolución que transformó el mundo, y la vida de quienes lo habitamos, con colosales avances en informática, medicina, exploración espacial y entretenimiento.

El algoritmo diseñado por Turing era algo primitivo, pero también lo era el primer avión y no por eso deja de ser un logro extraordinario. Sin Turing, ni gays ni heteros podrían ligar con aplicaciones del iPhone.

De nada le sirvieron ni su don ni sus hazañas, porque en 1952 padeció la ignominia cuando lo procesaron por homosexualidad y lo consideraron sospechoso de traición. Su amante Arnold Murray facilitó a un ladrón el acceso a su casa para robarle y durante la investigación policial Turing tuvo que salir del armario. Acusado de «indecencia grave y perversión sexual», fue juzgado bajo la misma ley que aplicaron a Oscar Wilde en 1895. Wilde fue a la prisión de Reading; a Turing le dieron a elegir entre la cárcel o una castración química con estrógenos. Lo asediaron, lo humillaron y vigilaron severamente todos los aspectos de su vida. Turing rechazó toda defensa y se resignó a la pena de inyecciones de hormonas, que le causaron severas alteraciones físicas. Le salieron pechos, quedó impotente, aumentó de peso y se abismó en la depresión. En 1954, un empleado doméstico lo encontró muerto en su cama, con espuma saliéndole por la boca. Se había envenenado mordiendo una manzana con cianuro.

Su muerte, a los 41 años, fue oficialmente considerada un suicidio. Y tal vez fuera así. También es cierto que antes le habían envenenado la vida. Hasta hace tres años el Gobierno británico no emitió una disculpa por el trato inhumano que dio a un gran hombre, que confiaba más en las máquinas que en la gente.

En la tipología de la excepcionalidad están el héroe, el genio y el santo. Turing fue las tres cosas y, «como tantos genios, vivió en un mundo personalísimo del que la mayoría de los mortales no sabemos nada», dice su hermano John en el epílogo de la biografía que sobre Alan ha escrito su madre Sara (Alan M. Turing By Sara Turing. Cambridge University Press).

Ahora es un icono gay con más méritos que Cher o Mónica Naranjo. En la londinense Wilmslow Street, una placa azul recuerda que allí vivió y murió este hombre que sabía demasiado de las matemáticas, demasiado de la biología, demasiado del cerebro y demasiado de la ingratitud y la impiedad que, a diferencia de los cerebros electrónicos, se aloja en los cerebros humanos.

Tras la guerra, Turing explora la inteligencia artificial y el famoso «test de Turing», que se funda sobre la facultad de una máquina para mantener una conversación. Es decir, un ordenador sólo sería inteligente cuando un humano no sea capaz de discernir entre las respuestas de una máquina y las de un humano. En 1950 propuso un experimento que inspira el fascinante desarrollo de la robótica. En una habitación hay un juez; en otra, una persona y una máquina. El juez hace preguntas, el humano y la máquina responden por escrito, y el juez debe distinguir entre la respuesta humana y la automática. Turing sostenía que si ambos jugadores eran listos, el juez no podría distinguir quién era quién. Ninguna máquina ha podido pasar este examen, pero el test es hoy muy útil para muchas aplicaciones; entre ellas, detectar el spam -el correo basura- enviado por una máquina.

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