Me han salido los tres hijos autistas

Jaime, Alejandro y Álvaro están en la piscina, el único lugar donde hay vida en esta tórrida tarde. Están pasando el verano en el chalé de la tía Esperanza, una bonita casa con jardín, en una urbanización en las afueras de Brenes, a unos 30 kilómetros de Sevilla. Me saludan con efusión, como si me conocieran de toda la vida. "¿Y tú cómo te llamas? ¿Naciste en casa o en el hospital? ¿En qué día? ¿Me dejas darte un beso en la boca?", me atropella el primero a preguntas. Repiten mi nombre despacio, saboreando cada sílaba, con fuerza, como queriéndolo agarrar para que no se les olvide nunca.

Más allá de lo que ven nuestros ojos, percibe nuestra mente o siente nuestro corazón, hay un mundo ideal donde todo se comparte, donde nadie quiere ser más que el otro. Un mundo donde no existe la mentira, el sarcasmo o la picardía.

Y ese mundo existe: El mundo de los autistas. Y por partida triple. Lo encontramos en el hogar de los Morillo–Aguilar, una pareja sevillana con tres hijos trillizos autistas de 18 años. "Naciste en lunes", me dice Jaime al instante, más rápido que cualquier calendario. "Compruébalo, ya verás que tiene razón", añade su madre, Noelia, con una sonrisa. La verdad es que no sabía que día de la semana vine al mundo. Casi me avergüenza decirlo. Y, mira por donde, los chicos me han hecho un regalo impagable. Me llama la atención su mirada. No hay comunicación en ella. Es limpia y le da al rostro un aspecto inexpresivo. No dan pistas sobre lo que piensan, de lo que ocurre en su interior. "Y no lo harán", apunta la madre. "Pero nunca olvidan un nombre, una fecha o un dato. Por más que tardes en volver a verlos...".

El periodista pensaba que se iba a encontrar un lugar apelmazado por la congoja, el sacrificio o la resignación. Pero nada que ver con la realidad. Una visita a esta casa es una lección de vida. Un regalo, un premio vital, un castigo al ego.

Noelia Aguilar, la madre, es una mujer guapa en todos los sentidos. Sus enormes ojos claros muestran un corazón transparente, alegre y cariñoso. Sus hijos nunca la llaman mamá. Simplemente Noelia, el nombre que le pusieron sus padres en honor a una canción de Nino Bravo. Irradia una frescura como la cerveza que nos tomamos. Inmediatamente da a entender que no hay preguntas vetadas. La realidad está encima de la mesa. O, mejor, en la piscina de al lado. "Son almas puras. Su forma de ver la vida es más simple que la nuestra. No buscan quedar bien, no mienten, entienden mejor los afectos. Si ven que no hay una intención real de amor o cariño en tu relación con ellos, no la buscan. Pasan de ti directamente. Tienen la llave de la felicidad", explica Noelia.

Era apenas una chiquilla cuando conoció a Jaime Morillo en una pista de patinaje de Sevilla. Él era un apuesto joven, el pequeño de los 13 hijos de un exportador de pescado que se fue a Alemania como emigrante. Jaime nació en Nüremberg aunque pasó su infancia entre los barcos que faenan en las costas de Cádiz y el negocio familiar con sede en el centro de la capital hispalense. Se casaron muy jóvenes en la basílica de la Macarena, y les esperaba un brillante porvenir. Su luna de miel pasó entre viajes en moto a la playa los fines de semana y el trabajo en la pescadería familiar. Duró mucho, hasta que nacieron los niños.

En la primera ecografía les dijeron que venían dos, porque Álvaro y Jaime compartían la misma bolsa. Alejandro, el tercero, apareció casi por sorpresa. Nacieron a los seis meses y medio con muy poco peso —1.250 kg— y los médicos les dijeron que "no contaran con ellos". Permanecieron más de un mes en la incubadora. Ahora pesan más de 100 kg y nadie puede cogerlos para echarlos a la piscina. Su padre se "queja" de que no ha podido jugar al fútbol con ellos, porque los chicos no entienden que objetivo tiene correr y sufrir sudando detrás de un balón: "No comparten los intereses de la mayoría y sus acciones no parecen tener un objetivo o este objetivo cambia constantemente. Y, además, no son competitivos".

"Es cierto que cuando nacieron pasé por esa fase de "¿por qué me ha tocado a mí esto?"", continúa Noelia. El autismo se los diagnosticaron por descarte. "Para mí fue una liberación. El fin de ese "desencanto desastre sin respuesta" como leí hace poco en internet. Por fin sabía por qué mis hijos no eran como los otros. Pasé mi luto, claro. A su padre, le costó más trabajo. Pero desde la adolescencia es él quién ha tomado las riendas". El padre se defiende con una sonrisa: "En el pasado estaba peleado con el mundo, maldiciendo mi suerte por vivir todo esto como un castigo. Ahora es al contrario. Estoy agradecido porque he aprendido muchas cosas que tenía al lado y era incapaz de verlas. Me han enseñado a no comerme el coco por nada".

La tarde va cayendo y los chicos preguntan desde la piscina por la cena. Son comilones y disfrutan con ello. Es el mejor momento del día. Cada vez que se sientan a la mesa es una fiesta. "Papá y mamá siempre juntos. Los cinco", apunta Jaime, "autista de alto rendimiento" como aparece en su ficha médica. Sin embargo es el que está peor a nivel emocional. Es el que memoriza las fechas. Es muy enamoradizo, como su hermano Alejandro. Le gustaría tener un BMW de serie y su sueño es ser vendedor de coches. Jaime es el recadero "oficial" de la casa: va a por el pan a la tienda del barrio y siempre se queda con las vueltas. Hoy tiene la cara pintada de pirata. Se la ha dibujado su primita Paula, de 6 años.

Está encantada porque los chicos la buscan y lo comparten todo con ella. La rodean y protegen como si fueran sus soldados. "El egoísmo no forma parte de su ser. Son generosos por naturaleza. No tienen ese concepto de propiedad de nuestro mundo. Para ellos, todo es de todos", asegura su padre acariciando a los dos perros de la familia, Tiara y Duque, que se han convertido en herramientas indispensables en el tratamiento del autismo.

Las estadísticas afirman que uno de cada 150 niños en edad escolar, presenta algún trastorno del espectro autista, afectando más a hombres que a mujeres. El autismo consistiría en una condición en la que el individuo está totalmente centrado en sí mismo. Se considera un trastorno neurológico y psiquiátrico de origen genético.

Los datos también apuntan que alrededor del 10% de las personas autistas tienen habilidades especiales o capacidades que se consideran sobresalientes. Alejandro, por ejemplo, es un máquina haciendo puzles e invencible en los juegos de vídeoconsola. Además, le encantan los superhéroes, en especial el mundo de Marvel. También es un cinéfilo empedernido y está suscrito a varias revistas de cine. Tanto influye el séptimo arte en su vida que cuando va a una comunión o acto social que implique entrar en una iglesia, prefiere quedarse fuera porque asocia ese mundo con una película de Arnold Schwarzenegger que le impresionó mucho. Por eso sueña con viajar a Nueva York.

Álvaro, por su parte, es el que tiene el síndrome más severo. Está fascinado por la Semana Santa. Sus programas favoritos en la televisión son los que emite el Canal Giralda de Sevilla donde repasan los pasos del Jueves Santo, la imaginería de la Macarena o el acompasado ritmo de los nazarenos. De repente sufre ataques de movimientos incontrolados. "Álvaro, tranquilo", le dice su padre cuando empiezan los espasmos. El muchacho se deja llevar unos segundos y luego se calma, como si la voz de Jaime apretara un botón en su interior para detener el movimiento. Es un superviviente nato: tuvo que permanecer 30 días en la UCI porque sufrió dos paradas cardiorrespiratorias. Sus hermanos siempre están pendientes de él. "Son como sus padres", afirma Noelia.

Pero más allá de lo que digan los manuales, están las características propias de cada caso. Noelia, que se autoconsidera como "medio psicóloga en autismo" por el "máster" que le ha tocado vivir en carne propia, nos desgrana una ficha del autismo manifestado en sus hijos:

"El exceso de estímulos les pone nerviosos. Son reacios al contacto físico y no mantienen la mirada. Son muy ordenados. Lo clasifican todo por colores, tamaños o motivos. Ven las cosas como deben ser y no las desean cambiar. Sufren ante cualquier alteración. Su memoria visual es impresionante. Son especialistas en lo que hacen hasta el agotamiento. No tienen ningún sentido del ridículo. Son muy obsesivos y hay que jugar mucho con ellos para que salgan de rutinas nocivas. No les gustan las palabrotas ni la gente mal hablada. No tienen secretos. Preferimos no medicarlos y atajarles los factores que puedan producirles ansiedad. Es algo que hemos aprendido con el tiempo. Si se quejan de algo, es porque tienen frío, porque tienen hambre o porque les pica un huevo".

Los hermanos estudian con otros cuatro autistas en un aula cerrada en el colegio Miguel Servet de Sevilla. Seguirán ahí hasta los 21 años. Los padres tuvieron que vender la pescadería familiar en la que Jaime llevaba prácticamente toda su vida. Ahora dependen de la subvención de 1.260 euros —420 por cada hijo— que reciben por la Ley de Dependencia para sobrevivir.

Su trabajo son ahora sus hijos. El padre es el cuidador y el preparador físico, el que les da juegos y les hace cosquillas. Él los ducha y los afeita todos los días después de que Jaime le despierte a las 6:58 para decirle a continuación: "Papá, son las siete cero-cero". Noelia, por su parte, es la psicóloga. "Somos un equipo, aunque haya broncas en el vestuario" enfatiza la madre, que dejó en quinto curso los estudios de Educación Infantil.

En diciembre los chicos cumplieron 18 años. Curiosamente, su padre celebra su aniversario un día antes. "Jaime, por ejemplo, asociaba los 18 con ir al Caribe, con fumar y decir palabrotas. Está preocupado porque ve cómo sus compañeros empiezan a irse a la Facultad. Y me pregunta: "papá, ¿yo cuándo voy a ir a la Universidad y me voy a sacar el carnet de conducir?". Esas son las cosas que sí nos dan un poco de penilla porque sabemos que nunca lo van a poder tener", recuerda.

A la pareja le gustaría insertar a los chicos laboralmente y ya han recibido una oferta a través de la Fundación Autismo de Sevilla, de una tienda de ropa para contratar a Jaime como etiquetador de prendas. Pero mientras llega el momento, el muchacho va colaborando en las tareas del hogar. Cada vez que pone una lavadora, por ejemplo, se sienta delante de ella y se queda mirando como da vueltas el tambor hasta que se acaba el programa. Luego tiende la ropa y la clasifica por colores en un ritual impecable.

El mejor momento de la semana para ellos son los viernes, cuando salen a cenar con los otros chicos. Pizza, burger, helado, un rato en un pub escuchando música... Dos horas de alterne de ocho a 10 de la noche que les hace vibrar como si fueran chicos "normales". Se ponen guapos, se arreglan y tratan de ligar con una sencillez enternecedora. "Jaime y Alejandro son los más enamoradizos. Cada viernes llegan hablando de alguna", dice su padre.

Los especialistas aseguran que una de las características del autismo es la falta de reciprocidad en la relación social. El autista generalmente observa el mundo físico con una intensidad no habitual. La realidad que percibe puede ser placentera o infeliz, pero no puede compartir las sensaciones que percibe con sus semejantes. En ocasiones evitan las caricias y el contacto corporal, aunque puede que lo busquen y deseen, como si esta fuera su forma de comunicación con las personas que consideran extrañas. A menudo ven a las personas como objetos y los tratan como tal. El padre ilustra esta valoración sobre el afecto autista con un ejemplo: "El otro día discutí con Álvaro y al final me dijo: "Papá, te quiero así" y me puse a llorar como una magdalena. Era la primera vez que me decía algo así en 18 años".

En la hora de la despedida, las caballas crepitan sobre las brasas. El calor se va mitigando. No hay planes para mañana. "¿Para qué?", dice Noelia. "Vivimos absolutamente en el presente. Cuando me acuesto sólo miro si sus caras están limpias, sus estómagos llenos y si se han reído hoy. Lo mejor de ellos es que saben escoger lo auténtico. Son autistas pero no gilipollas".

La moraleja de esta historia pasa por la reflexión que hacen las asociaciones de familiares de autistas para recriminar a la sociedad el mal uso que se hace de la palabra autista, sobre todo cuando se hace de forma peyorativa. Sobre este asunto, Noelia tiene, claro, la última palabra: "Yo me pregunto continuamente quiénes son las personas normales, ¿Ellos o nosotros?".

Tres, Tres, Tres, la historia de los trillizos autistas ha ganado el II Premio Internacional de Fotografía Documental Gea Photowords, ONG de periodistas y fotógrafos. El trabajo es del fotógrafo José Antonio de Lamadrid para la Fundación Autismo Sevilla. Lamadrid es Premio Andalucía de Periodismo 2002 y fundador de la agencia documental Bluephoto.

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