Ponce exquisito como siempre

Una leve horda ruidosa de antitaurinos recibía a los visitantes de Vista Alegre. Casi 5.000 espectadores frente a los activos 20 gatos maulladores. El griterío penetraba en la plaza silenciosa. Y Ponce brindaba a Vargas Llosa solemnemente. De la seriedad del maestro de Chiva carecía el toro de Garcigrande. Pero a la peña bilbaína igual le da que le da lo mismo. Ni el garcigrande amexicanado, regordío y pitorrillo de Juan José Padilla conmovía. Para protestar ya estaban los de fuera. Y a la postre la felicidad se instaló en el 50 aniversario de Bilbao con diferentes baremos. De la exquisitez doblemente premiada de Enrique Ponce a la autenticidad, no calibrada con la misma igualdad, de Talavante. De los tibios inicios al meollo de la cuestión.

Entre Ponce y Padilla bien se podía haber establecido un concurso sobre quién se lo pasaba más lejos. Sólo que uno se lo tomó muy a pecho y otro le echó pecho y desparpajo. Al descaro del Ciclón se sumó que mató y la espada precisamente restó en Enrique, tan elegante, distante e inacabable. Sonó un aviso después de asegurar el ya clásico pinchazo hondo para descabellar aunque no procediera: seis golpes de cruceta. De Valencia quedó una estética apertura rodilla en tierra y de Jerez unas verónicas en sones de Rafael Ortega. La oreja popular y populista para Juan José Padilla cayó como un recado presidencial a toro muerto. Tan legales como absurdos e inconsistentes uno y otra.

Alejandro Talavante venía de sustituto de El Juli. Y el tercero venía con las puntas por delante. Talavante ve toro por todos los lados en un momento de seguridad pasmosa. Valiente y firme. Cuando la embestida noble amagaba con paradinhas desconcertantes no pestañeó un músculo. Antes había corrido la mano derecha con expresión y la izquierda con poder de muñeca. El arrimón posterior con las lenguas de fuego lamiendo el bordado de plata sobre negro impresionó. La monumental estocada despenó de vida al toro con grandeza. Rodó sin puntilla, fulminado por la rectitud del acero azul que se hundió hasta la gamuza. Rectitud y lentitud del volapié. Todo contuvo una limpieza mayúscula. Tanto como el trofeo.

Enrique Ponce volvió a ser el Ponce de Bilbao con el notable cuarto. Colorado, bociblanco, ojo de perdiz sobre su guapa cara. Faena in crescendo a partir del natural toreo de uno en uno. Dos tandas exquisitas. Desmayada la figura en redondo de composición armoniosa, la armonía abandonada. A pies juntos, muy manolovázquez, en otro juego de izquierdas, enfrontilado y sutil. Ya con la espada en la mano optó por apurar el dulce. El espadazo atravesado tenía la muerte en lo alto. Una oreja. ¡Dos! En correspondencia con el carácter amable de la tarde, al presidente Matías se le fue la mano. Enrique Ponce paladeó la vuelta al ruedo, el saludo, el cariño, la ovación de ésta que es su casa. Suponía la salida en hombros según el Reglamento Vasco: desorejar un toro.
De Domingo Hernández salió el quinto. Juan José Padilla protagonizó un tercio de banderillas desigual. Nada cómodo. Será el examen más fuerte al que se haya enfrentado en su resurrección. Serio y bronco el toro. Orientado y reservón. El acero se le encasquilló.

En las antípodas de trapío apareció el último sobre la oscura arena. La expresión lavada, el cuerpo sin hacer. Fino de cabos y puntas arriba. Y muy vivo y elástico y encastado en bueno. Talavante se sintió más y mejor sobre la mano derecha posterior en tres series de reunión y muleta a rastras, muy de verdad. La arrucina en una de ellas provocó el estallido de la plaza. Pero antes la izquierda dejó huella, especialmente en un par de naturales eternos entre otros volados. Hubo más por una y otra mano, fiel a sí mismo, y un cierre por manoletinas ad hoc. Hundió la espada para hacerse con el trofeo final de una buena corrida. Se pidió otra. Un día habrá de explicar el palco de Matías sus criterios para que Alejandro saliera a pie y Enrique en procesión. Partiendo de la base de la alegre celebración cincuentenaria.

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