Convertido en un lector insaciable

En su inteligencia cabía también la necesidad de autoextinción. La voluntad de lo mítico. Cuando Gabriel Ferrater andaba por los veintitantos años prometió que a los 50 se suicidaría. Lo había anunciado ya en 1957 a Jaime Salinas, paseando una tarde por Barcelona: «No pasaré de la cincuentena. No quiero llegar a oler nunca como un anciano». Y a los 50 cumplidos se suicidó. En 1972.

Antes de cumplir con su vocación de muerto prematuro dejó una obra, una leyenda y una estela. Todo junto. Una obra que va de la poesía al ensayo. Y, a la altura de ambas, con enormes destellos en la traducción. En esa vida de escritor lo acompañaron el talento y los alcoholes, las depresiones, un cosmopolitismo de buen tono y hasta un cierto aspecto beatnik más allá del beatnik.

Gabriel Ferrater, miembro de la Escuela de Barcelona (junto a Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y Costafreda, entre otros), fue también profesor de universidad. Pero sobre todo desarrolló una cualidad extrema: ser un lector incombustible, con un instinto inusual para asimilar libros por dentro. Y de esa aventura dejó huellas dispersas en los cientos de informes editoriales que trazó en su vida. Muchos de ellos para Seix Barral y para la editorial Rowohlt de Hamburgo, donde vivió varios años.

De aquellos trabajos breves, agudos, certeros e incisivos han dado cuenta otros libros, la memoria de los otros. Desde Josep Maria Castellet en títulos como Los escenarios de la memoria y Seductores, ilustrados y visionarios hasta la excelente novela ¿biográfica? de Justo Navarro, F. Igual que la compleja figura de Ferrater fue nutriente de otras narraciones (las de Félix de Azúa o Masoliver Ródenas) y poemas (los de Jaime Gil de Biedma o José María Valverde). Pues el poeta Ferrater, el autor de Las mujeres y los días, tuvo, sobre todo, algo de mito, de reacción química ante la normalidad.

Para abundar más en su aventura intelectual, la editorial Península reúne aquellos informes de lectura bajo el lema de Noticias de libros, con prólogo de Javier Aparicio Maydeu. «Este no es únicamente un libro que remata la publicación de las obras completas del genial Ferrater, sino un tácito homenaje a los moluscos bivalbos que sobreviven pasando por sus cedazos las interminables y no siempre impolutas aguas del océano editorial», apunta Aparicio.

En este sentido, Ferrater está en la tradición de aquellos otros creadores que también aplicaron su talento al arco de detección de buenos libros ajenos. Raymond Queneau para Gallimard, Pavese y Calvino para Einaudi o Virginia Woolf para The Hogarth Press, donde presentó una reseña demoledora contra el Ulises de Joyce.

Los informes de Ferrater están más cerca del microensayo que del apunte. Resumía el tema en pocas líneas, describía el contenido de la obra en cuatro párrafos y destacaba el grado de dificultad de la lectura, la calidad del estilo y la importancia de la tesis. Y, al final, aplicaba una nota del cero al 10. En su larga trayectoria dejó anotaciones reveladoras sobre Auden, Raymond Roussel, Junichiro Tanizaki, Kerouac, John Dos Passos y Alejo Carpentier, entre tantos otros.

«Era el ejemplo del lector competente por antonomasia», sostiene Aparicio. «Consciente de la dificultad de elegir, pero seguro de sí mismo». Se sabía parte de un engranaje editorial que de algún modo despreciaba. Se sentía mal pagado, mal tratado, pero eso no le hizo aflojar su agudísima mirada sobre las letras. Al morir dejó miles de páginas escritas, pero no se sentía enteramente un escritor. Y, si de algún modo se pensó así en alguna ocasión lo hizo desde una perspectiva enteramente práctica. Con un sentido siempre. Con un motivo. En una dirección. Unas veces las mujeres, otras el abandono, quizá la soledad.

Gabriel Ferrater dijo que en la cincuentena se quitaría del medio. Lo hizo justo después de terminar la traducción de El proceso, de Kafka. Para qué más.

Al suicidarse dejó miles de páginas con sus 'ensayos' sobre libros de otros.

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