Los señores de la deuda

No puede ser casualidad que cada vez que el hombre, el hombre que un día quiso ser escritor de ciencia ficción y lo consiguió, imagina el futuro, no ve gobiernos democráticos por ninguna parte. Ve imperios. Dictaduras publicitarias. 

Mundos en los que el capitalismo finalmente ha adoptado la forma de un Godzilla dispuesto a reciclar el pasado y convertir la Edad Media en el Nuevo Mundo. 

De hecho, Agustín Fernández Mallo está convencido de que la indeterminada temporalidad en la que se sitúa Juego de tronos, la exitosa saga de George R.R. Martin que HBO ha convertido en (dudosa) serie de culto «es el futuro».

Un futuro de aspecto medieval, en el que cualquier derecho del ser humano ha sido nuevamente abolido y en el que a menudo el más fuerte y el más estúpido es quien manda. ¿O no está dominado el mundo de Juego de tronos por preadolescentes que aún maman? Pensemos en otra exitosa saga. La de George Lucas, Star Wars. Imperios en guerra. Imperios con ciudadanos que son súbditos. Pensemos en pequeñas novelitas suecas como King Kong Blues, de Sam J. Lundwall, en la que el poder lo ejercen las marcas. Marcas de desodorantes. Marcas de todo tipo de ridículos productos. 

Oh, la cosa ya está empezando. Los festivales de música antes tenían nombres, ahora se llaman como la marca de cerveza que los patrocina. Y la liga de fútbol ya no es la liga de fútbol. Es la liga BBVA. ¿Para cuándo un partido político que lleve por nombre, no sé, Compradores de Mercadona? 

No hace tanto que las ciudades llevaban el nombre de sus emperadores. En época de Knut Hamsun, Oslo se llamaba Christiania, porque había existido en Noruega un mandatario llamado Christian. ¿Y si en vez de avanzar estuviéramos rebobinando? ¿Y si los escritores de ciencia ficción hubiesen estado describiendo, sin ser conscientes, el futuro real? Un futuro sin naves espaciales, en el que la democracia no existe.

Ya que hablamos de ciencia ficción te sorprendería comprobar que el dinero electrónico generado en el mercado de derivados financieros que viaja a velocidad de fibra óptica de Tokio a New York en una fracción de segundo -el high frequency trading del que hablan los entendidos y que no es otra cosa que la madre del borrego de todo este gran lío-, crece exponencialmente (al igual que las deudas soberanas). 

Un monstruoso organismo de bits se ha hincado tanto en el último año como en toda la pasada década y ahora alcanza la friolera de 707 billones de dólares. Lo curioso es que todo el PIB del planeta apenas llega a 63 billones. Hay diez veces más dinero que la suma total de todos los bienes y servicios que se pueden comprar. O lo que es lo mismo, que hay dinero suficiente como para comprar diez planetas. 

Ésa es la macroburbuja global que está a punto de estallar. Y cuando lo haga, olvídate tanto de la democracia como del Mercadona, porque del paisaje postnuclear que resulte aún no ha nacido el escritor de ciencia ficción lo suficientemente apocalíptico o perverso como para imaginarlo. La economía de subsistencia de los cazadores recolectores de la época de las cavernas será un delicioso cuento de hadas comparado con lo que nos espera. Y por cierto, que si es por rebobinar la historia y regresar a una suerte de organización medieval predemocrática ya estamos servidos. 

Mientras los Señores de Deuda libran sus gestas y cruzadas en el mercado financiero a lomos del high frequency trading, los siervos de la gleba pagamos nuestra hipoteca. El nuevo contrato feudal no nos encadena al terruño de un señorío, sino al tiempo: a los 35 años de nuestro trabajo que le debemos al señor que nos la ha concedido. Y ¿votar? ¿Votar para qué? A los grandes holdings les resulta más provechoso un «me gusta» en Facebook que un obsoleto y anacrónico voto en las urnas.

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