Lugares con alma

¿Sabes? Al José Alfredo he ido alguna noche solo. Sencillamente a apoyarme en la barra e ir tomándole la postura a esa eternidad que dispensan hasta la tres de la madrugada algunos bares de la ciudad. 

Sucede algo en ese costado de la Gran Vía que sólo se da en aquellos locales que han superado la podredumbre ambiental de lo obvio y gastan una temperatura propia, allá donde un hombre no es sustituido por otro bizqueando sobre el escote abisal de la misma camarera.

El José Alfredo es una forma de estar en Madrid, una manera de asumir la madrugada como único argumento de la obra. Mola entrar en él y no sentir esa horrible cualidad de igualador que implica todo alcohol abrevado en manada. Lo primero que ves al entrar es la barra con almohadilla vintage que está en el garito desde que era un antro con modales de pub inglés, allá por los 60/70. Justo antes de convertirse en grasa bar de platos combinados. Hasta que un día asumió el tinglado Marcos Mastretta y la cosa funcionó. 

Ayudó la carta de cócteles diseñada por uno de los miembros del grupo Marlango, ensanchada ahora con la buena alquimia de Arantxa, la bartender del lugar. Mezcla, agita o bate detrás de un puñado de tatuajes. Ella ha ampliado las creaciones con nuevas mezclas como el Metropolitan (variante del Cosmopolitan con vodka negro).

La barra perfila un pasillo que conduce a la zona de asientos, con mesas escasas, pequeños sillones, espejos mirones y una luz levemente menguada. Tiene algo de catálogo de seres, de museo imaginario, de covachuela donde el personal habla, intriga, se cicatriza el corazón con un gin tonic impecable, liga, se besa o avista por dentro todo el panorama de sus existencias.

Tiene el José Alfredo algo de bar de trago largo. De esos que con el tiempo atornilllan a un Hemingway de bronce malo en un extremo de la barra para que algún mercachifle dotado de una moña olímpica le vaya diciendo al oído confesiones y derrotas que siempre conviene callar si enredas con desconocidos, aunque sean estatuas.

Recuerdo que alguien me llevó por primera vez al José Alfredo como si me revelase el secreto de mi propia juventud, cuando ya la iba perdiendo. Abrió la puerta, me empujó hacia dentro y me dijo: «Ya tienes otro templo en la vida, pichón. Quítate esa tirantez de estatuaria que aún conservas, propio del postureo malasañero, y disfruta de un bar de verdad». Pagué yo las copas, estaba cantado.

Pasa el tiempo y uno se deja caer por aquí con su cosa metafórica, con peña a uno y otro lado. Con periodistas, poetas o colegas del margen de allá del río, con alguna dama insólita y sofisticada, de las que te hacen parecer tremendamente arcaico con la bufanda puesta y una copa. Uno entiende que su ciudad es una casa grande cuando alguien dice en la redacción: «Me piro, tío. Ya rematé el artículo. ¿Te acercas luego al José Alfredo?». Y ya no queda otra que acercarse.

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